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Reconstruir la Iglesia

Superiberia

 

En Florecillas de Francisco de Asís se dice que Dios le indicó “reconstruye mi Iglesia, pues está en ruinas”. La primera interpretación de Francisco fue literal. Pensaba que Dios quería que reconstruyera la capillita de San Damián.

Lentamente comprendió que Dios le pedía, para citar a Leonardo Boff, “rehacer la Iglesia a partir del Evangelio”. La tarea que el papa Francisco decidió asumir es justamente esa. No será fácil, pues hereda una situación muy compleja; tanto que Benedicto XVI le dejó un dossier, con información reservada, sobre los problemas que enfrenta la Iglesia.

Hay que reconocerlo. La Iglesia que recibe Francisco está como el cura de San Manuel Bueno, mártir, novela de Miguel de Unamuno. El cura había dejado de creer, pero seguía en el cargo: bautizaba, confesaba, celebraba la misa, consolaba a los enfermos, sepultaba a los muertos… La gente del pueblo lo quería y respetaba, pero su corazón estaba vacío, había perdido la fe en Cristo.

Algo parecido ocurre en la Iglesia. Muchos bautizados ya no creen con arrojo y entusiasmo, se dicen creyentes por costumbre o por inercia, pero no han tenido un encuentro personal con Cristo. Como dijo el papa Francisco: “Cuando confesamos un Cristo sin Cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor”. El Papa necesita rehacer a la Iglesia a partir de una evangelización profunda, que implica anunciar a Cristo, su muerte, pero sobre todo su resurrección. Y no es asunto de ética: ser buenos o un poco mejores, sino de ser criaturas nuevas a partir del encuentro con el Evangelio, nacer de nuevo, ser nuevos en todo. Locura para los judíos y escándalo para los gentiles.

Hay quienes creen que la Iglesia existe para evitar que la gente se equivoque. Quieren que los obispos y el Papa prohiban conductas, películas, libros o el ejercicio mismo de la ciencia, porque somos menores de edad e incapaces de decidir —sin importar lo que el Concilio Vaticano II dijo—. También hay quienes creen que existe para facilitar el encuentro de todas las personas con Cristo. Francisco, el papa Bergoglio, es de estos últimos. En Argentina demostró que ser obispo implica comprender que la Iglesia no es una empresa, ni un ejército ni un gobierno eficaz ni una ONG piadosa, sino la comunidad de quienes se saben amados por Dios, encontraron a Cristo y decidieron seguirlo. Claro, nadie es ya cristiano, sino que siempre está en camino.

Por eso, necesitamos de una Iglesia que coloque por encima de la autoridad a la razón, que le dé prioridad a la persona sobre la institución, que nos permita integrar fe y vida, que reconozca que la mitad de la santidad es la buena educación y que la otra mitad es la caridad, en suma, ligera de equipaje. Francisco sabe, porque dedicó 20 años de su vida a reconstruirla en Buenos Aires, que necesitamos de una Iglesia humilde y alegre que integre horizontalmente a hermanas y hermanos, de forma que se reconozca y practique la igualdad esencial de todos los bautizados.

El papa Francisco aprendió —con mucho dolor— que para vivir en Dios era necesario que él, como obispo, se olvidara de ser policía, juez, empresario o político. Él encontró a Cristo e hizo suyo el Evangelio. Entendió que debía seguir a Cristo donde Cristo está: en el metro o los colectivos de Buenos Aires, en las tanguerías de San Telmo y las tardes doradas de Recoleta. Por eso, se avizora una esperanza en el horizonte.

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