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Aquella noche londinense era de las más frías del invierno

Superiberia

Por: CATÓN / columnista

Sin embargo en la sala de lectura del Saint Hubert Club reinaba un grato calorcillo, pues en la chimenea ardía la leña. Uno de los socios se acercó y se puso de espaldas a las llamas a fin de calentar su parte posterior. Fue hacia él lord Feebledick y le dijo: “Permítame hacerle una pregunta, caballero. ¿Es usted de Iceburg?”. “En efecto –respondió el otro, asombrado-. ¿Cómo supo usted que vengo de esa ciudad del norte?”. Explicó lord Feebledick: “Mi esposa lady Loosebloomers  también nació ahí, y siempre trae frías las pompas”… Felinita era una joven muy poco agraciada. Tenía un gran parecido con las hermanastras de la Cenicienta. Inútilmente sus papás le habían buscado marido ofreciendo una rica dote a los galanes de la localidad. Ninguno mordió el anzuelo. Pero, como dice el refrán, nunca falta un roto para un descosido. Llegó al pueblo un viajante de comercio representando a la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S. de R. L. Al forastero le bastó ver a Felinita para prendarse de ella, pues la muchacha le recordaba a su mamá. El doctor Freud explicaría esto mucho mejor que yo. Se hicieron novios, y mutuamente se prometieron matrimonio. Había, no obstante, un grave inconveniente: Leovigildo –así se llamaba el jabonero- era pobre de solemnidad, y Felinita tuvo miedo de que su padre no accediera al desposorio. Así las cosas los enamorados acordaron escaparse. La noche convenida llegó él llevando una escalera, pues la recámara de Felinita estaba en el segundo piso. Subió el galán para ayudar a su novia a bajar. “No hagas ruido –le dijo en voz muy baja Felinita-. Papá podría despertar”. “Ya despertó –le informó Leovigildo-. Está abajo deteniéndome la escalera”… La profesora de quinto año le dijo a la de cuarto: “Pepito se está portando peor que de costumbre. Voy a llamar a su padre para que lo meta al orden”. “Ni se te ocurra –le aconsejó la otra-. Yo hice eso el año pasado, y luego tuve que llamar a la mamá de Pepito para que metiera al orden a su marido”… Don Chinguetas viajó a la Capital, y una de las primeras cosas que hizo fue ir al restorán “El Optimismo de Leopardi”, pues guardaba en él un recuerdo de juventud: había conocido ahí a una linda chica con la que tuvo amores.

Ocupó una mesa, y deseoso de compartir con alguien aquella gratísima memoria llamó a un mesero que pasaba y le dijo con tono evocador: “Llegué aquí en 1974 y…”. El tipo lo interrumpió de muy mal modo. “No me importa cuándo haya llegado usted –le dijo-. Ésta no es mi mesa”… Don Algón fue con su esposa a cenar fuera, pues esa noche cumplían años de casados. De regreso a casa acertaron a pasar frente al Motel Kamagua, acogimiento de amores indocumentados. La señora, que se había tomado tres o cuatro copas, le dijo a su marido: “Siempre he tenido tentación de conocer un motel de ésos. Vamos a entrar. Todavía estamos en edad de hacer travesuras”. “¡Estás loca! –exclamó don Algón-. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? Vamos a casa”. “No –insistió la señora-. Llévame ahí”.

El señor tuvo que ceder a la demanda de su esposa, y entraron en el motel. El encargado vio a don Algón y le dijo alegremente: “¿Otra vez por aquí, don Algoncito? ¿Qué? ¿Ahora le gustan de su misma edad?”… Dulciflor, recién casada, se veía agotada, flácida, desmadejada. Le preguntó una amiga: “¿Por qué te ves así?”. Respondió ella con voz feble: “Antes de casarnos mi marido me advirtió: ‘Quiero que sepas que todas las noches llego a las 11 y pico’. Y en efecto: todas las noches llega a las 11 y pica”… FIN.

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CONDENA TOTAL

Exigen esclarecer crimen y proteger a familiares