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AVARICIA QUE MATA

Superiberia

Por Andrés Timoteo  /  columnista

AVARICIA QUE MATA

Más allá de las teorías de conspiración y la guerra de acusaciones que hasta el momento están en el terreno de la especulación, la tragedia sucedida el viernes pasado en el poblado Tlahuelilpan, Hidalgo donde explotó una ‘toma’ clandestina que hicieron a un ducto de Petróleos Mexicanos (Pemex) provocando la muerte de unas 80 personas -hasta anoche iban 85, pero la cifra tendería a elevarse porque hay reportes de más desaparecidos-, el suceso fue resultado de la avaricia mortal.

En este mismo espacio se tocó el tema de esa distorsión moral -si es que se le puede llamar así- que hace que los pobladores sin pertenecer a la delincuencia organizada o planear deliberadamente un acto delictivo se sumen a la cadena de robo y saqueo, ya sea de combustible en el caso de las fugas en ductos o a la rapiña cuando se accidenta un tractocamión que transporta mercancía.

La zona Centro de la entidad ha tenido ejemplos de accidentes por ambos casos en los que el comportamiento de las personas al robar y saquear solo es explicable por la avaricia, pues no se roba por hambre ni necesidad extrema. Eso sucedió en Tlahuelilpan donde la gente acudió al lugar del siniestro para hacerse de gasolina gratis, los videos y los reportes de prensa así lo documentaron.

Claro, no se debe descartar el ingrediente de que esa “convocatoria” a llevarse el combustible derramado haya venido de las bandas dedicadas al ‘huachicoleo’ en un afán de abonar a la polémica por la guerra contra este ilícito que emprendió el gobierno federal. Tampoco se debe obviar que las autoridades están haciendo un uso instrumentalista de la tragedia, pues le sirve -con todo y sus muertos- para apuntalar el discurso que conmina a la población a no practicar el ‘huachicol’.

¿De quién es la culpa?

Eso debe ser tarea de las fiscalías investigar, pero dado que en México no hay una experiencia de castigo a los responsables de este tipo de desastres -sean naturales o provocados-, no se espera que se sepa la verdad en mucho tiempo ni que haya enjuiciados.

LOS NIÑOS DE LA BALASTRERA

Y vaya que hay tragedias dolorosas de personas quemadas en el país: los 49 bebés de la Guardería ABC en Sonora en el 2009, los 30 fallecidos en la explosión de pirotecnia en el mercado Miguel Hidalgo del puerto de Veracruz en el 2002, las 52 personas muertas en el incendio del Casino Royal de Monterrey en el 2011, solo por mencionar algunas.

En Veracruz hubo un caso dramático que ocupó titulares por mucho tiempo fue la explosión La Balastrera, Nogales en el 2003, cuyo recuerdo regresa ahora con la tragedia sucedida en Hidalgo. El 5 de junio de ese año, la ruptura de dos ductos que transportaban petróleo y gas LP a la altura del poblado Cecilio Terán, conocido como La Balastrera, del municipio de Nogales, provocó un derrame de 5 mil barriles de hidrocarburo.

El líquido y el gas fugados se inflamaron, generando una explosión expansiva que quemó a más de 80 personas, de ellas seis murieron y el resto sobrevivió, pero con graves secuelas físicas.

Al menos 31 de ellas requirieron de años de terapia y rehabilitación física para sobreponerse a las heridas. Rostros y cuerpos les quedaron desfigurados.

En ese grupo había diez menores de edad que se convirtieron en el símbolo de ese desastre -los llamaron ‘Los niños de la Balastrera’, ahora deben ser jóvenes y adultos, pero seguramente seguirán en tratamientos médicos para sobrellevar los estragos de la heridas.

Lo sucedido en La Balastrera fue una combinación de los imponderables fenómenos naturales y la negligencia oficial.

 La fractura de los ductos se dio por el desbordamiento del río Chiquito que atraviesa el ejido y éste a su vez obedeció a las intensas lluvias de ese año, pero también hubo un pésimo manejo de la tragedia -auxilio de las víctimas, reparación de daños y distorsionada información al público- de parte de autoridades federales y estatales.

El icono de la indolencia fue el cordobés Juan Bueno Torio, en en ese entonces era director de Pemex-Refinación, quien ante la exigencia de la ciudadanía que pedía deslindar responsabilidades en la paraestatal, los retó: “Demanden a Dios”. Por la negligencia y la desatención a las víctimas no hubo un solo castigado.

Hace dieciséis años en ese ejido se vio lo mismo que Tlahuelilpan, Hidalgo: la gente quemada, el dolor, el luto y las historias que marcan familias y comunidades para siempre.

En resumen, nadie espere justicia por lo ocurrido en Hidalgo. Eso sí, la tragedia ya es usada tanto por el gobierno como por sus detractores.

Unos lo harán para justificar el combate a los chupaductos y otros para colgarle la sospecha de que fue provocada.

Es la historia del país y no hay visos de que vaya a ser diferente en la llamada “Cuarta Transformación”.

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