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De política y cosas peores

Superiberia

E

l joven Leovigildo narró en reunión de amigos algo que le sucedió, un episodio como de telenovela: “Alguien llamó anoche a la puerta de mi departamento. Cuando la abrí no había nadie, pero en el piso estaba un canastillo con una bebé. La recogí, y me voy a quedar con ella, pues la niña se me parece mucho. Estoy seguro de que soy su padre. Mañana voy a registrarla”. Preguntó uno: “Y ¿cómo le vas a poner?”. Respondió el feliz papá: “Se llamará Luisa Matilde Rosa Josefina Fernanda Ludivina Melinda Laura Inés”. Se sorprendió otro: “¿Por qué tantos nombres?”. Explicó Leovigildo: “Cualquiera de ellas puede ser la madre”. Don Usurino Matatías, el hombre más avaro en la comarca, reprendió con acritud a su hijo: “¡Eres un descuidado! Tu bisabuelo usó por años el pantalón que llevas. Lo usó también tu abuelo durante toda su juventud; lo usé yo a lo largo de la mía. ¡Y tenías que ser tú el que le hiciera un agujero en el fondillo!”. La secretaria que recientemente había contratado don Algón era dueña de exuberantes y llamativas formas. Cuando lucía suéter ceñido y ajustada falda podían apreciarse a simple vista las cuatro razones por las cuales el salaz ejecutivo le había dado el empleo. Una mañana don Algón revisó la carta que le había dictado a la preciosa chica, y en seguida la felicitó: “Va usted mejorando notablemente su trabajo, señorita Buenastás. Encontré sólo cinco faltas de ortografía. Veamos ahora el segundo renglón”. Esta semana recibí un mensaje. Mejor dicho, dos. Los transcribo en seguida con permiso de su autora. “Don Armando: Soy la señora Martha Morante, y quiero darle las gracias porque usted, sin saberlo, le dio mucha alegría a mi papá, a quien le encantaba leer sus columnas y comprar sus libros. Él se fue al Cielo hace unos años, y hasta ahora estoy desalojando su cuarto, pues no me había sentido fuerte para hacerlo.  Murió el 7 de octubre de 2012. Han pasado 9 años, y el vacío que dejó es demasiado grande, pero tengo que aprender a dejarlo ir. Me sorprendí al encontrar que mi papi recortaba muchos de sus artículos. Hallé bolsas y bolsas llenas de ellos. Tenía también sus libros, y están todos subrayados en las frases que le gustaban. Recordé que cuando usted hablaba de su perro, Terry, mi padre se emocionaba al recordar al perro de su niñez. Me da pena decirle, don Armando, que tendré que deshacerme de esos recortes. Es una lástima, porque representan la alegría de mi papá y el trabajo de usted, pero no tengo opción. Le envío mi agradecimiento. Dios lo bendiga. PD. Mi padre se llamaba Mariano, igual que el suyo”. El segundo mensaje, recibido al día siguiente del primero, dice así: “Señor Catón: Le aviso que mi hijo, que también se llama Mariano, no quiso que tirara yo los recortes de mi papi, o sea sus columnas, así que las guardaré junto con los recuerdos de mi padre. Mil gracias otra vez. Dios lo bendiga. Martha Morante”. Hablo ahora yo. Quiero expresar, con mi agradecimiento, una sencilla reflexión: mensajes como éstos son el mejor premio que puede recibir un escritor por su labor de años. Muchas gracias, señora doña Martha. Y gracias también a su hijo Mariano, cuyo nombre -el de mi padre- me habría gustado llevar, pues soy mariano. Don Poseidón se molestó porque pasaba ya la medianoche y su hija Glafira seguía pelando la pava con su novio. (“Pelar la pava” era una expresión española muy en uso en el siglo antepasado y principios del pasado. Significaba estar de palique dos enamorados. Nadie se alarme: “palique” es charla, plática). El severo genitor le dijo a su hija: “Glafira: ya es tiempo de ir a la cama”. Intervino el galancete: “Lo mismo le digo yo todas las noches, señor, pero no quiere”. FIN.

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