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Eran tocamientos

Superiberia

Eran tocamientos

“Cachondeo” le llaman unos. Otros dicen “pichoneo”. En el sureste mexicano esa acción recibe el nombre de “guacamoleo”. Los norteamericanos hablan de “necking” o “foreplay”, según el caso. Es el acto por el cual un hombre y una mujer se acarician lúbricamente, ya como anticipación del concúbito, ya como sustituto de él. Eso es precisamente lo que estaban haciendo aquella mujer casada y su amante en la sala de la casa de ella. Los libidinosos tocamientos que en forma recíproca se practicaban eran de tal intensidad que me es imposible describirlos aquí por temor a faltar lo mismo a la Ley de Imprenta que a las prescripciones de la decencia y la moral. En eso estaban cuando se oyó llegar un coche. Le preguntó la mujer a su querido: “¿Alguna vez has vendido enciclopedias?”. “No” –contestó el hombre desconcertado por aquella insólita pregunta. “Pues empieza a hacerlo –le dijo ella al tiempo que le alargaba al hombre un libro grande-. Ahí viene mi marido”… Magnum McGunner, audaz cazador blanco, estaba de cacería en África.

Iba en busca de Behemot, un legendario elefante que era entre los paquidermos lo mismo que entre los cetáceos era Moby Dick. Su tamaño, se decía, era el de una catedral; sus colmillos medían 20 pies. Caminaba McGunner por la selva cuando sintió la urgente gana de dar trámite a una necesidad menor. Se acercó a un tronco, apoyó en él su rifle y procedió a hacer lo que tenía que hacer. ¡Horror! De pronto lo que McGunner creyó el tronco de un árbol cobró vida. ¡Era una de las gigantescas patas de Behemot! Indignado por la incivil mojadura recibida el elefante derribó de un empujón al audaz cazador blanco y luego levantó la pata para aplastar con ella al espantado meón. “I’m doomed” –pensó Mc.Gunner. En castellano esa expresión podría traducirse como “Estoy jodido”.

En eso, sin embargo, sucedió un milagro. De la espesura surgió un grupo de aborígenes que profiriendo agudos ululatos y agitando sus lanzas frente a Behemot lo hicieron recular, y luego huir. El audaz cazador blanco no daba crédito a aquel súbito prodigio. Se puso en pie y les dijo lleno de emoción a los salvajes: “¡Gracias, amigos míos! ¡Me habéis salvado la existencia! ¡Os daré por eso una generosa propina, quizá un sixpence! Mas decidme: ¿por qué pusisteis en riesgo vuestras vidas para salvar la mía? ¿Por qué evitasteis que el elefante me aplastara?”. Respondió el que parecía jefe de los salvajes: “Es que no nos gusta la carne molida”… El doctor Duerf, célebre analista, tenía en su edificio una guapísima vecina, mujer joven a quien natura había dotado de una profusa orografía anatómica.

Cierto día se toparon los dos en el elevador. Le dijo ella: “Perdone, doctor, que aproveche la oportunidad para contarle un problema que tengo. Fíjese que todas las noches me sueño desnuda”. “No se preocupe –la tranquilizó el psiquiatra-. Lo mismo me sucede a mí”. La muchacha se asombró: “¿Todas las noches se sueña usted desnudo?”. “No –precisó el analista-. También todas las noches la sueño a usted desnuda”… FIN.

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