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Ficción y verdad

Superiberia

Hace algunos días el novelista inglés Ian McEwan, cuyas novelas he devorado, publicó un ensayo (The Guardian) donde aludía a la pérdida de fe en la ficción. Se preguntaba por qué iba a interesarle lo que sentía el personaje X, si había despertado de buen o mal humor, cuando la realidad circundante y tangible azuzaba su curiosidad y pasión, los libros de ciencia e historia. En dicho texto confiesa que pasa por momentos así, generalmente cuando acabó de escribir una novela y no ha empezado otra, hasta que recupera la fe en los mundos imaginados. La cultura sajona ha catalogado lo que produce el mundo editorial como ficción y no ficción. La relación con el lector es distinta porque con el segundo tiene la certeza de que aquello que se expone o debate es real y en la ficción se sabe en una ilusión de realidad que le hace, en ocasiones, dudar si de verdad aquello ocurrió, es decir si es verificable. Así como reconozco la importancia y trabajo que representa un libro que es un estudio, que trata un tema especialidad del autor que lo transmite con destreza y provocación, ese mentir de la ficción, crear un mundo de palabras e imaginación, es un “tour de force” distinto porque se trata de diseñar lo no existente, de dar vida, de hacer verosímil lo falso; embaucadores llama Vargas Llosa a los narradores, ilusionistas. Sin embargo la frontera entre el mundo de lo real y lo ficticio es elástica, funciona como las membranas celulares que contienen el citoplasma y el núcleo pero que intercambian moléculas con el exterior. Porque la novela se alimenta de la experiencia e información del mundo exterior, porque es la conducta humana en distintas situaciones, momentos y límites la que le interesa, no importa si pertenece a lo fantástico, absurdo, ciencia ficción, realismo mágico o realismo; y porque la novela como construcción imaginaria y búsqueda de una forma produce una realidad alterna que puede habitar -condensando muchos tiempos por su posibilidad de gobernarlos- nuestro tiempo acotado y acercarnos a la realidad en que estamos insertos con mejores aprestos. Ya Proust se refería a la cualidad óptica de la narrativa: lupas para mirar, espejos para mirarnos. ¿Por qué nos importa Madame Bovary si vivió en el siglo XIX, en una pequeña ciudad de Francia, si no era una heroína ni tenía más mérito que apasionarse por lo que leía y querer que la vida estuviera a la altura de esa versión editada de las novelas de amor que le gustaban? La insatisfacción, los anhelos, el riesgo de habitar lo extraordinario, la degradación, el desasosiego… todo ello son emociones que conocemos, o conoceremos, o rozamos. Todos, y no sólo Flaubert, gracias a su modernidad narrativa, somos Madame Bovary. Fue la nota roja, el suicidio de una mujer, la que despertó el deseo al autor francés de escribir esta novela de un mundo mediocre y escarbar entre lo aparentemente insulso los descobijos de la pasión. La nota roja como evidencia de un límite, esos vasos comunicantes entre realidad documentada y novela imaginada que se pueden saborear en Crímenes en la Calle Morgue de Poe, Rojo y negro de Stendahl, en Los bandidos de río frío de Payno, en Las muertas de Ibargüengoitia, entre otras.

Ha habido ocasiones en que la realidad de la novela ha sido tan persuasiva que sus lectores han querido ver su contraparte en la realidad y protestado por ello, “así no fue”, “con qué derecho”. La línea de la realidad que cabe en la crónica o en el reportaje y que habita el mundo fabulado es tan fina, que desde los años 40 con Hiroshima de J. Hersey, y luego con el clásico A sangre fría de Truman Capote, además de Norman Mailer, Lilian Ross, John Dos Passos, periodismo y ficción entraron en terrenos de lo que podría llamarse periodismo novelado, donde la obra se subordina a la exigencia de la verdad documentada. Truman Capote llamó Novela de No ficción a A sangre fría, una investigación reporteril que habitaría una revista, que creció de manera que los protagonistas del crimen se volvieron personajes de novela narrada con la precisión de una minuciosa investigación fundada en testimonios y visitas al lugar de los hechos, la cárcel, etc. El periodismo distendido hasta los límites donde la novela no se podía concluir hasta que se diera la sentencia de los asesinos. En El expediente del atentado, Álvaro Uribe empata la investigación y la fabulación, a través de la figura de quien revisa el expediente donde las voces del absurdo atentado a Díaz en manos de un borracho y por una apuesta, construyen el recuento de la desmesura y la tragedia. Nuestros tiempos postmodernos juegan de manera más atrevida o evidente con el careo de lo inventado y lo real, en propuestas incluso con tintes autobiográficos. Este flirteo entre realidad e invención propone un juego de miradas donde la incertidumbre está en el centro.

Ya lo decía Hemingway cuando escribió su deliciosa crónica París era una fiesta al final de su vida, que no sabía qué tanto había sucedido así o qué tanto era invención. Aún la crónica de la memoria está tramada con invención. Puede incluso llegar a ser más convincente que la realidad real, que cartas, notas de periódico, fotos, testimonios puedan recrear. El texto construye su verdad.

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