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La policía y los jóvenes

Superiberia

Dice el escritor Álvaro Enrigue que la narrativa de hoy en México “son novelas de quienes empezaron notando que no sucede nada si uno se pasa un alto y terminaron ordenando que se serruche una cabeza.”

Entiendo esta frase como explicativa no sólo de la ficción sino de la realidad.

Porque todos lo vimos: el pasado 1 de diciembre hubo piedras, palos, botellas y patadas contra los uniformados que protegían el Congreso y hasta un camión lanzado contra las vallas. Y hubo vidrios rotos y robos en tiendas y hoteles de la avenida Juárez. Y hubo vandalismo contra monumentos públicos y casetas telefónicas. Vimos también que luego de aguantar buen rato sin reaccionar, por fin la policía intervino y detuvo a los responsables y a otros que dicen que no lo fueron, pero que en el calor de los hechos era difícil distinguir.

Y por ello se armó un escándalo. No para manifestar indignación por los desmanes sino porque se detuvo a quienes los cometían. ¿Cómo se atrevía la autoridad a mancillar lo que algunos llamaron (en una carta a un diario de circulación nacional) “la dignidad rebelde”?

Confieso que no entendí cómo el desmán pasó a ser la forma de expresar la dignidad y la rebeldía, como tampoco entiendo la moda de acusar a la policía de ser la responsable de todo y más todavía, la de “exigirle” explicaciones por haber cumplido con su deber. ¿No debería ser al revés y que fueran los que cometieron los desmanes quienes se tuvieran que disculpar? ¿No deberían ser sus padres y amigos quienes condenaran esa manera de ser?

Pero no. No solo no la condenaron y los defendieron sino que no movieron un dedo para evitar que el día en que los detenidos salieron del reclusorio atacaran a un trabajador de un medio de comunicación.

Es claro que las personas pierden la cabeza cuando están en bola, como mostraron desde Elías Canetti hasta Walt Disney, pues la masa genera una sensación de poder, de invulnerabilidad, de impunidad. Pero también es claro que en la cultura política mexicana, ser joven o ser pobre son carta de perdón para lo que sea, inclusive para los comportamientos violentos.

Sin embargo, por más que alguien defienda una causa, no se pueden permitir estas acciones, porque también los demás ciudadanos tienen derechos y dignidad. Y además, ya es hora de que los ciudadanos entendamos que debemos respetar a la policía. Ya no estamos en tiempos de los sótanos de Tlaxcoaque sino de la democracia. Una cosa es exigirle mejores comportamientos a los uniformados y otra es denigrarlos completamente.

¿Se acuerdan de la mujer de Polanco que insultó a uno porque le llamó la atención por un asunto de tráfico? ¡Como se indignó todo mundo! ¿Y por qué ahora en lugar de indignación con los agresores se la tiene con los uniformados?

El escritor Javier Marías lo dice bien: “Siempre ha habido un gran atractivo en la derrota de los poderosos y en la resistencia a la autoridad, sobre todo entre los jóvenes y los aduladores de los jóvenes. Se está poniendo de moda ver a la policía como “enemiga” en todas las ocasiones y como “opresora” en sí misma. Esa moda ha llevado a que en varias ocasiones la policía haya sido acorralada, increpada, intimidada y ahuyentada”. Su conclusión es importante: “No es tan bonito si se generaliza la noción de que la autoridad es el enemigo siempre”.

Pero eso se está haciendo ahora, cuando a quienes cometieron actos delictivos se les toma por héroes y se culpa a los uniformados de cumplir con su deber que es el de mantener el orden.

Aplaudir acrítica y demagógicamente a quienes eligen para expresar su rebeldía, su enojo o su inconformidad este tipo de acciones violentas, como dice Marías, puede acabar en la desprotección absoluta de la sociedad. Y es que, como lo dijo Enrigue en la frase que cité al principio, lo que empieza pareciendo algo menor puede terminar convertido en algo francamente grave.

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