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La reforma que debió ser

Superiberia

 

El 11 de agosto pasado, hace menos de cuatro meses, el ambiente del país era otro.

Ese lunes, en Palacio Nacional, el presidente Enrique Peña Nieto promulgó las leyes reglamentarias de la Reforma Energética y dio por concluido el ciclo reformador de su sexenio.

Sin conocer el discurso que pronunciaría el mandatario, escribí ese día en este espacio que “lo peor que podría hacer el gobierno federal es considerar terminado el trabajo”.

No cabía duda que quedaban reformas pendientes por discutirse y aprobarse. “Hay que acabar con la corrupción y el amiguismo”, afirmé. “Hay que fortalecer el imperio
de la ley”.

Unos días más tarde, un grupo de periodistas entrevistamos colectivamente a Peña Nieto. En una de mis preguntas, volví sobre el tema.

“El de las grandes reformas —respondió Peña Nieto—, ese ciclo ha concluido, porque estas fueron las reformas que advertimos eran las de mayor trascendencia e impacto para lograr crecimiento económico y desarrollo social”.

Y agregó: “Las grandes reformas que para esta administración era fundamental llevar a cabo, las que le iban a dar al país y le han dado ya una mejor plataforma para poder crecer económicamente y asegurar condiciones de más bienestar para más mexicanos, se han logrado y se han alcanzado”.

Lo que debía seguir, abundó el Presidente, era la implementación de esas reformas. “Ahora el gran reto como gobierno es pasar de lo que está escrito en la ley, materializarlo en los hechos y en las
realidades”.

Quien hablaba hace cuatro meses era un Peña Nieto quizá sin gran popularidad —pues hace más de un año que su tasa de aprobación cayó por debajo de la marca de 40%—, pero sin los problemas que enfrenta actualmente.

Había sacado adelante una docena de reformas estructurales, con 58 modificaciones a la Constitución, gracias a los acuerdos firmados con la oposición al principio de su
gobierno.

Hoy, en circunstancias muy distintas, con 60% de opinión negativa sobre su desempeño —de acuerdo con la encuesta BGC-Excélsior publicada el lunes en estas páginas—, el Presidente vuelve a la carga con una iniciativa de reformas para fortalecer el Estado de derecho y combatir la inseguridad.

A toro pasado, todo mundo es muy buen analista, de acuerdo. Pero, dado que lo planteé hace cuatro meses, me sentí autorizado a preguntarle al vocero del gobierno de la República, Eduardo Sánchez, si no había sido un error abdicar entonces del esfuerzo reformador y no incluir en la agenda las acciones que anunció el Presidente apenas el jueves pasado.

“Está visto que así es”, me respondió Sánchez durante la entrevista que le hice el lunes, en la Segunda Emisión de Imagen Informativa, con motivo del segundo año de gobierno de Enrique Peña Nieto.

“Ante la evidencia de que eso era deseable, el Presidente de la República escuchó a la gente, y leyó lo que se decía en los medios y en las redes sociales. El Presidente es sensible a ello y en función de eso lanza este plan que tiene precisamente el propósito de hacer reformas de hondo calado, que cambien por completo la infraestructura normativa que tenemos y que buscan que la injusticia, la inseguridad y la violencia dejen de ser tema en nuestro país”, aseveró el vocero gubernamental.

El lunes por la noche, Peña Nieto envió al Senado de la República su propuesta de reformas a los artículos 21, 73, 104, 115, 116 y 123 de la Constitución, argumentando que “México requiere de una transformación institucional en materia de seguridad que cimbre las bases mismas sobre las que está construido”.

En lo que parece un llamado a que los partidos aprueben su iniciativa sin mayores cambios, el Presidente afirmó que “una reforma superficial en este momento, sería insuficiente e irresponsable”.

La gran pregunta es si Peña Nieto tiene en estos momentos suficientes fichas del casino de la política para apostar por esta reforma sin que los partidos de oposición busquen capitalizar la debilidad presidencial en las encuestas (36% de aprobación, de acuerdo con BGC-Excélsior) y en momentos en que estos se aprestan a ir por los votos en las elecciones de 2015.

Evidentemente hubiera sido más fácil hacerlo antes, ya sea al principio del ciclo reformador o al final —es decir, al arrancar el actual periodo de sesiones, el 1 de septiembre— con lo que hubiera podido atajar los terribles hechos de Iguala.

Pero como el hubiera no es sino una ilusión, el Presidente no tendrá de otra más que intentar convencer al país de que la reforma que propone tiene bases, ha sido bien analizada y servirá para que, como dice Eduardo Sánchez, la injusticia, la inseguridad y la violencia dejen de ser tema.

Necesitará concitar el apoyo de la población, pues ponerse de acuerdo solamente con los partidos —como sucedió en el Pacto por México— no será fácil. Pero el Presidente ha perdido el beneficio de la duda que lo llevó a Los Pinos en 2012.

Tendrá, entonces, que remar fuerte, contra una poderosa corriente de opinión pública. Deberá entrar en campaña, recorrer el país y dedicarse casi por completo a este tema.

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