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Se recuerda la forma de vivir de esa mujer

Superiberia

Por: catón / columnista

Facilda Lasestas estaba en el domicilio conyugal en trance adulterino con el mejor amigo de su esposo. En eso sonó su celular. “Era mi marido -le informó a su amante después de terminar la llamada-. Pero no te preocupes. Está jugando golf contigo”… Empédocles Etílez abordó en completo estado de beodez un taxi y le ordenó al chofer: “Llévame al Hotel Hucho”. Respondió el taxista: “Estamos en el Hotel Hucho”. Empédocles le alargó unos billetes y le dijo: “Cóbrate de aquí. Pero la próxima vez no manejes tan aprisa”… Un caballero de madura edad entró en el confesonario donde el buen padre Arsilio estaba practicando lo que en lenguaje eclesiástico se llama “el apostolado de la nalga”. Quiero decir que estaba confesando. Le dijo el señor: “Anoche me acosté con una mujer de 30 años y le hice el amor tres veces”. El sacerdote acotó: “No me dijiste cuándo fue la última vez que te confesaste”. “Jamás me he confesado -replicó el otro-. Pertenezco a la comunidad judía”. El padre Arsilio se asombró. “Y entonces ¿por qué me cuenta usted eso?”. Respondió con orgullo el señor: “A todo el mundo se lo estoy contando”… Babalucas fue con una linda chica al romántico paraje llamado El Ensalivadero. Ella se impacientaba, pues el badulaque no daba trazas de tomar la iniciativa. Le preguntó, insinuante: “¿Te gustaría ver donde me operaron del apéndice?”. “¡Oh no! –se alarmó Babalucas-. ¡Odio los hospitales!”… Este amigo mío vio la película “Jules et Jim” en casa de un enemigo que tenía, cuyo nombre no dice para no faltar a los deberes de la enemistad. ¿Por qué lo invitó, entonces, si era su enemigo? Para escandalizarlo, supongo. Mi amigo venía de familia conservadora, y la película aparecía en el Index del semanario “El Parroquial” dentro de la clasificación “Prohibida por la moral cristiana”, moral que encarnaba en las personas de un grupo de señoras de la alta sociedad y clérigos de la alta iglesia. Así vetada la película no se iba a exhibir en la ciudad. Milagro fue que el enemigo de mi amigo la consiguiera en una versión de 16 milímetros con subtítulos en inglés. Ese tal enemigo era todo un personaje, o al menos la mitad de uno. Estaba casado con una mujer de la que se divorciaba de tiempo en tiempo y con la que de tiempo en tiempo se volvía a casar. Cuando estaban casados la vida de los dos era un infierno que los llevaba a separarse. Cuando estaban separados tenían en hoteles y moteles encuentros apasionados que los llevaba a casarse otra vez. El ciclo se repetía, como la espiral de Vico; era un continuo acabar y comenzar de nuevo. En su casa la pareja mantenía una tertulia de intelectuales. Asistían a ella escritores que no escribían, pintores que no pintaban, actores y actrices que rara vez subían al palco escénico. Fumaban marihuana y bebían mezcal, lo cual era entonces cosa de pobres y hoy es de ricos. Mi amigo no bebía ni fumaba. Lo suyo era el amor en su expresión más auténtica y completa: el sexo. En esas tertulias, mientras los intelectuales hablaban de Sartre, Camus y Juliette Gréco, él hacía citas de cama con sus mujeres, a quienes aburría que sus maridos fueran tan intelectuales. En “Jules et Jim” ese amigo mío encontró un himno de homenaje a algunas de las cosas más vitales de la vida: el amor, la amistad, la libertad, la muerte. Ahora que Jeanne Moreau murió -metafóricamente hablando, claro- este amigo mío recuerda la forma de vivir de esa mujer tan poco bonita, tan hermosa, y reafirma su convicción de que el arte de la vida, tan caprichosa que no puede tener ciencia, consiste en ser feliz, y en no causar infelicidad a nadie. Eso es lo importante. Lo demás importa tan poco que al final no importa  nada… FIN.

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