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La nada Dichosa Palabra

Superiberia

 

Sábado. 7 y media de una noche que anticipo -yo ingenuo- apacible. Me dirijo con mi mujer en auto a la transmisión de La Dichosa Palabra, programa televisivo de Canal 22 en el que un grupo de entusiastas del lenguaje y la literatura respondemos a preguntas del público con toda la solvencia de que somos capaces (a veces es mucha, otras no tanta, y cuando es nula -ni modo-… pasamos a otro tema). La Dichosa se ha revelado un pequeño fenómeno de la televisión cultural -yo digo que porque sus panelistas fuimos elegidos con perfiles contrastantes pero complementarios, un poco como las Spice Girls- y su éxito le ha valido cumplir 10 años al aire y realizarse con alguna frecuencia en recintos públicos. Es el caso de hoy, que hemos sido invitados a transmitir desde la Feria del Libro del Zócalo.

De pronto suena mi celular. Es la coordinadora de producción del programa, que me dice que hay una marcha sobre Reforma y que el acceso en automóvil será complicado. Agradezco y tomo una decisión: ya que transitamos por Avenida Chapultepec a la altura de la Roma, sugiero a Eunice se entretenga tomando un café por ahí mientras hago el programa y me deje en Metro Cuauhtémoc. Ya la alcanzaré al término para que lleguemos a la cena a la que hemos sido invitados.

Diez minutos más tarde cruzo la Plaza de la Constitución sin contratiempo. Salgo al escenario. El aplauso del público es muy cálido. Cinco, cuatro, tres, dos… Cue! Estamos al aire.

No bien abro la boca, se hace el estruendo: tras las 500 butacas y el par de centenas de espectadores que no han alcanzado asiento, una cincuentena de personas alza cartelones inescrutables para mi miopía y grita “¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!”. Primero me pregunto a quién estará dirigido el clamor -sólo me confieso culpable de la muerte de algunos mosquitos, y eso porque sus piquetes me causan alergia- pero me queda claro que soy el depositario de su encono cuando al grito se suma la consigna “¡Un intelectual no trabaja en Televisa!” (y es que, sí, también laboro en esa empresa, y en cualquier lugar donde se me permita ejercer libremente el periodismo cultural, que es el caso).

Me gustaría recordarles que Paz y Fuentes y Arreola y Monsiváis lo hicieron, que su (supongo) querida Poniatowska lo hace. No puedo, sin embargo, decir eso ni casi nada: el ruido es tal que no me oigo ni oigo a mis compañeros, y así se mantiene durante la primera media hora. A la llegada del personal de seguridad, que dialoga con ellos, amaina un poco. Pero sólo un poco. Su boicot es exitoso: la transmisión resulta, de principio a fin, un caos. Salgo escoltado hasta una camioneta del gobierno de la ciudad -ni soñar ya con regresar en Metro- pues, según me informan, me esperan afuera. Alguien me cuenta al día siguiente que, según lo twitteado, pretendían “darme una lección” (y no creo que hubiera sido de lingüística).

¿Qué he hecho para merecer tal violencia? Trabajar en una empresa con la que comparto algunos valores (no todos), el más importante de los cuales es la libertad de expresión. Ahí he podido hablar de sexo y de religión, de Nietzsche y de los Muppets, de mi mala opinión de López Obrador pero también de mi mala opinión de Peña Nieto. ¿Cómo me hace eso un asesino? Tengo una hipótesis: al tomar las decisiones profesionales de un ciudadano libre, he contribuido a la muerte de la homogeneidad ideológica, a la que estas personas aspiran.

Reincidiré toda la vida.

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