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Verdades de a kilo, narradas por un periodista español, pero mexicano de corazón.

Superiberia

 

Lo que ha ocurrido en Acapulco es incalificable. Las violaciones a seis españolas constituyen unos hechos lo suficientemente graves como para que se persiga a los culpables y caiga todo el peso de la ley, sin ningún tipo de canonjías o argucias legales. Pero dicho esto y, siendo muy categórico, me duelen las informaciones que llegan de México a España. Y me duelen porque no se corresponden con la realidad. Llevo años viendo en páginas de periódicos o cadenas de televisión, imágenes de México que más parecen Bagdad que un país emergente, boyante, joven y extraordinariamente cálido como México.

No se puede negar la evidencia. Es más, no se debe y mucho menos nosotros, aquellos que como comunicadores tenemos una gran responsabilidad con la sociedad.

Es verdad que en México existen zonas potencialmente peligrosas. Pero es sencillamente un despropósito generalizarlo y hacer del país un estigma de violencia. Contra ello, me rebelo. Lo digo en público, en privado o como se quiera.

Mis conciudadanos españoles tienen esa idea de país peligroso, en parte por las noticias del crimen organizado, en parte por la acertada lucha del ex presidente Felipe Calderón contra el narcotráfico en la que, la cifra de muertos llegó a ser escandalosa. Las violaciones sexuales contra las turistas españolas han puesto la guinda a una fotografía distorsionada de nuestro México.

Y a ver si nos aclaramos. Es cierto que México tiene problemas de violencia. Pero dicho esto, es un país extraordinario. Tal vez, el mejor del mundo. No lo escribo con el corazón sino con la razón del que es bicultural y conoce la realidad española y mexicana.

Hace treinta y nueve años visité por primera vez México. Aquel niño se enamoró tanto del país que se hizo mexicano de corazón. Pasaron los años y el niño creció como su amor y su nostalgia por la República.

Hoy, quien escribe, felizmente casado con una mexicana desde hace quince años, es mexicano aunque no tenga el pasaporte. Sin embargo, tiene el honor de que por las venas de sus hijos corre sangre mexicana.

He visitado centenares de veces la República. He vivido en México. Conozco veintinueve de las treinta y dos entidades federativas. Lo siento a diario. Cada vez que viajamos a México llevo a mis hijos a diferentes lugares del país para que conozcan sus raíces, las de su madre y sus abuelos.

Hemos subido a las ruinas de Chichen-Itzá decenas de veces. También las de Tulum y otras muchas. Nos encanta caminar por las aceras empedradas y las calles policromadas de Campeche. Nos fascina el café y el danzón de Veracruz, el aguachile y el marisco de Sinaloa. Llevamos en el corazón la selva de Huatulco, como también las ciudades coloniales del Bajío. Hemos paseado por Tampico, Ciudad Victoria, Monterrey, Mexicali. Jamás hemos tenido un problema. Tal vez, porque siempre intenté inculcar en mis hijos que hay que vivir con naturalidad.

Siempre recuerdo a mis conciudadanos españoles que no se puede estigmatizar a México sin conocerlo. Son ciento diez millones de habitantes, en una superficie siete veces la española. De hecho, les pongo siempre el mismo ejemplo. De punta a punta del país, es decir de Chetumal a Tijuana se hace siete horas en avión. El que un español no quisiera visitar México por el “supuesto” peligro sería lo mismo que si un mexicano me dijera que no quiere venir a España, porque ETA, antes, en el norte del país, colocaba bombas.

Creo que hay que poner las cosas en el punto medio y con razón y corazón, ayudar a nuestro México. Sencillamente porque no se merece esta imagen, porque tiene muchas más bondades que rémoras. Es como los matrimonios de muchos años, donde se equilibra en la balanza y se impone lo positivo. Pues, aquí igual. Tenemos que seguir mirando hacia delante, unidos como valientes, como esa gran potencia que somos. Petróleo, turismo, encanto, misticismo, música y tantas cosas que podría escribir desde mi alma.

Este año, hemos decidido que la familia Peláez se va de vacaciones a Acapulco, ese gran destino. Es lo menos que podemos hacer.

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